lunes, 7 de julio de 2008

Chancho al palo

Acababa de llegar al pueblo y tenía hambre. Había caminado desde la ruta, a la altura de una estación de servicios vieja a la que llamaban “El surtidor” hasta la plaza, con el sol de frente en la cara y todo mi equipaje puesto encima. Hacía calor. Después de diez minutos de caminata quise almorzar en el primer bar con el que me crucé. Tenía unas mesas en la calle, corría buen aire y la gente tomaba cerveza helada. Dejé las mochilas en el suelo y me senté; me arrepentí de no haber tomado un taxi, no podría haberme costado más de cinco pesos, y ahora estaba cansada. Lo peor de todo fue que la comida ya se había acabado porque, según me explicó la mujer del bar, era año nuevo y más de las dos de la tarde.
Algún sándwich, ¿tampoco?, insistí pero no, sólo tragos. Di vueltas alrededor de la plaza preguntado por un lugar dónde comer hasta que por fin un viejo que paseaba un perro sin correa me señaló un pizarrón negro de doble hoja que tenía escrito grande y entre comillas, “Hay”.
El restaurante estaba vacío. Eso me dio un poco de desconfianza. Finalmente entré.En una mesa al final del salón estaban el dueño y la hija terminando de almorzar.
Siéntese, enseguida la atienden, dijo el hombre sin levantarse de su asiento, y con un gesto mudo pero eficaz mandó a su hija a que sirviera el menú.
La vi alejarse hacia la cocina. Se recogió el pelo y se ató un delantal a la cintura. Frente a la hornalla hubiera pensado que era mucho mayor que yo. Aproveché que estaba de espalda para observar su vestimenta. Enseguida el hombre me hizo saber el menú y me ofreció una copa de vino para apaciguar la espera. Me preguntó de dónde venía con tanto equipaje y eso dio lugar a que dialogáramos durante todo el almuerzo. Se llamaba Napoleón. Tenía una cara extraña, la tez roja y la piel dura. La frente arrugada y dos hoyuelos a los costados de la boca eran una constante mientras hablaba. Sonreía casi todo el tiempo, y como tenía labios cortos mostraba las encías. Me pareció un hombre amable, sereno en un principio, un poco temperamental después.Durante la conversación percibí que tenía una única preocupación: su hija Amalia. Empezó diciéndome que si bien no era fácil para un hombre criar niños sin la ayuda de una mujer, él había logrado que Amalia, la menor de cuatro, ingresara a la universidad. Con los demás todo había sido más complicado. Amalia era su promesa.
Del alto a los valles y del campo a la ciudad, dijo. En un momento me pareció que quería que habláramos de política, de las capacidades productivas del oriente frente a las de occidente; autonomía y liberación, le oí decir. Yo lo escuchaba y asentía a todo lo que el hombre decía. Lo único verdadero de esa situación era que yo sólo necesitaba una cama y el plato que Amalia, con una abnegación intimidante, había dejado sobre la mesa sin probar bocado.
También su copa estaba intacta. Napoleón en cambio ya estaba entonado. No sé si habrá sido para justificarse ante la falta de variedad en el menú, pero me acuerdo que me contó por qué en su restaurante se seguía la tradición del “chancho al palo”. Me habló de la importancia de comer chancho y no pollo como ofrecían en algunas de las tiendas del pueblo. De cómo se preparaba, cuántas horas debía estar al fuego y cuál era la madera que más convenía utilizar para lograr el mismo sabor que sus antepasados. Después me explicó el significado de comerlo en año nuevo: el chancho escarba siempre hacia adelante, dijo, el pollo, en cambio, hacia atrás.No es que desconociera que en las noticias se hablaba de salmonera y de denuncias de venta ilegal de carne de burro, pero ese día tenía tanta hambre que me hubiera dado lo mismo comer chancho, pollo o lo que fuera. Cuando Amalia apareció por fin con mi plato, me aseguré de que la carne estuviera bien cocida. Eso me pareció un requisito mínimo para poder disfrutar de la comida sin entrar en sospechas. Más no podía hacer, había caminado los siete restaurantes de la zona y todos repitieron lo mismo: “ya no hay”.La chica volvió a la mesa. Napoleón hizo una pausa para llenarse otra vez la copa y siguió hablando sobre ella con el mismo fervor, como si ignorara su presencia en el salón. Recuerdo que hizo mucho hincapié en el hecho de que sería capaz de hacer cualquier cosa para que su niña no repitiera la historia de la mayoría de las mujeres del pueblo, que se embarazaban muy temprano y abandonaban los estudios, como su esposa, me hizo saber Napoleón. Y lo que dijo lo dijo frente a la chica. Hasta me pareció que había buscado en la mirada Amalia cierta complicidad, como si se tratara de un tema ya convenido.
Cuando Amalia termine la carrera nos vamos a Europa, ¿conoce?, me preguntó levantando el pedazo de carne asada que había pinchado con el tenedor. No, le dije impulsivamente, sin considerar realmente lo que el hombre me estaba preguntando. Ayer lo ofrecimos a diez, dijo, y la gente por querer ahorrarse unos pesos prefirió cenar en lo de Elena. Hoy usted tiene el gusto, y levantó el vaso como pidiéndome permiso para seguir bebiendo.
Elena es la mujer que conocí al día siguiente en el bar que quedaba en una de las esquinas de la plaza. No llegué a su tienda por casualidad. Había salido a dar un paseo, y al ver un cartel con una inscripción que llevaba su nombre me acordé que Napoleón me había hablado de ella la tarde que había llegado al pueblo. Elena estaba ahí, de brazos cruzados detrás del mostrador. Me senté, encendí un cigarrillo y cuando ya no podía contener la braza que colgaba, me di cuenta que la mujer no iba a venir a atenderme; esperaba que le ordenaran.
Una cerveza, por favor, le dije señalando mi mesa, y un cenicero, ¿podrá ser? Se tomó su tiempo. Me miró de reojo por un momento y después se movió hacia la heladera. Llegó a la mesa justo antes de que me resignara a dejar caer la ceniza al piso. De dónde sos, me preguntó. Le expliqué dónde quedaba la ciudad donde vivía y qué había tenido que viajar un día y medio para llegar al pueblo pero que había valido la pena. Elena se limitó a asentir con la cabeza y después de destapar la botella se retiró otra vez al mostrador. Napoleón me había hablado de ella con despecho, con rencor, como si antes de tanto odio contenido hubiera habido algo más que una relación entre comerciantes. Recuerdo que se refería a Elena como “la vieja”, aunque era evidente que él era mucho mayor. Debió estar en sus cincuenta pero casi no tenía arrugas; a pesar de sus movimientos lentos y sosegados, parecía una mujer muy enérgica, apacible pero con carácter. Después de pagar la segunda cerveza me invitó la tercera. Le agradecí sorprendida por el gesto. Los paisanos empiezan a aparecer después de las ocho, si se queda un rato más va a terminar bebiendo gratis. Así se acostumbra, me dijo. La invité a sentarse a mi mesa pero con una sonrisa entre dientes y sin mirarme negó con la cabeza. Una cosa es que no haya nadie, otra, que se crean que no estoy trabajando. Después la gente comenta, agregó y yo recordé lo que Napoleón me había contado. Pero si se dice que últimamente su tienda es la que más trabaja, exageré para darle charla, ¿o no fue así durante la noche de fin de año? La mujer volvió a reírse entre dientes, esta vez más fuerte; carcajadas pequeñas pero incontenibles brotaron por entre las muelas enchapadas en oro. Se dice, se dice, bufoneó. Se enredó en justificaciones del tipo, “en este pueblo la gente es muy trabajadora pero”, “nunca tuve mucho dinero pero”, sin llegar a una idea clara de lo que me quería decir.
Finalmente, sin dejar de mirar hacia fuera, me preguntó si conocía el restaurante de Napoleón. No, contesté, sin saber por qué mentía. Anda diciendo que nadie fue a comer a su boliche a fin de año por mi culpa, dijo Elena. Quiere salvarse, agregó un momento después con tono de venganza. Lo cierto es que todo el mundo está al tanto de las cosas que anduvo haciendo en el último tiempo, de los problemas con la hija y el chico que trabajaba en la chacra de Don Javier, y lo último lo dijo bajando la voz.Yo algo había escuchado esa tarde en el restaurante, durante la sobremesa. El alcohol le tiraba la lengua. No me acuerdo a razón de qué, creo que Napoleón estaba hablando de lo fundamental que era para él una buena educación o algo así. Recuerdo que lo mencionó y pronto el diálogo se convirtió en una discusión que me dejaba afuera. Amalia por primera vez había levantado la voz. Viejo de mierda, lo insultó a la vez que golpeó la mesa. Fue un momento tenso al punto que no me animé a interrumpir, pedir la cuenta e irme. Tampoco había sido una situación violenta, la chica había reaccionado y a Napoleón no le gustó. Una típica discusión hogareña, pensé. Napoleón no parecía enojado sino dolido. Sin gritar pero con furia le ordenó a su hija que se retirase del salón y seguro de que la puerta se había cerrado, en medio de un llanto rabioso terminó contándome lo que había pasado. Amalia se había embarazado y él la había obligado a dejar de ver al chico (un holgazán según Napoleón) y después a abortar. Amalia le había rogado por favor; le había jurado y requete jurado que deseaba tener ese hijo con el chico, pero él, por su bien y pensando en el futuro, no había podido permitírselo. Por la muerte del niño, me dijo, ya le había pedido perdón a Dios.Elena parecía conocer el relato bastante al pie de la letra, porque detalle más, detalle menos, me contó la misma historia. El chico la visitaba todos los fines de semana. Trabajaba en una chacra a dos horas del pueblo y los viernes pedía permiso para visitarla. Desde que Napoleón se había enterado del embarazo nadie lo había visto por el pueblo.
Pueblo chico, infierno grande dije por decir y Elena asintió como si mi comentario resumiera lo que ella intentaba explicarme. Después abrió la boca como para agregar algo pero justo en ese momento cinco paisanos vestidos de domingo se sentaron en una de las mesas junto a la ventana. La vi alejarse hacia la mesa y mientras tomaba el pedido, me guiñó un ojo con complicidad. Supe que le caía bien, que aunque en un principio se había mostrado reticente, no le parecía una más entre todos los viajeros que rondaban la zona durante el verano. Sino no me daría tanta confianza, pensé. Era mi segundo día en el pueblo y ya me sentía parte de él y de su gente. Era pequeño pero acogedor; en el valle y desde cualquier parte donde uno anduviera se podían ver las montañas. Incluso en un momento consideré la posibilidad de algún día mudarme allí, aunque fuera por un tiempo. Pero enseguida Elena me hizo cambiar de parecer.Cobrada la cuenta de la primera ronda de tragos acercó una silla a mi mesa y se sentó. Me hizo señas de que le convidara un vaso de cerveza y retomó el hilo ayudándose con la última frase: el chico no había vuelto a aparecer por el pueblo. Algunos piensan que Napoleón se lo tiene prohibido, agregó. Pero también se dice que inmediatamente después del aborto lo mandó matar y que la noche del treinta y uno, al que cocinó al palo no fue al chancho sino al chico. Pero no se asuste, señorita, me aclaró al ver mi gesto de desconcierto, son cosas que se dicen.

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