domingo, 26 de junio de 2011

jueves, 25 de febrero de 2010

V- Saliste a caminar


Hombres y mujeres con sombrero,

vendedores diambulantes,

niños lustrabotas,

policias de verde mascando coca

en la esquina

señoras-gallinas empoyando un puesto de maíz inflado

en el Prado

empleados durmientes, carros de bebidas, anticucho y jado.


Los indigentes son los de siempre:

los más castigados son los menos observados.


lunes, 25 de enero de 2010

IV- Hotel Arcangel

Visto de abajo hacia arriba, en la planta baja, la recepción. Airton sentado de rodillas en la mesa de la computadora. “Es que no puedo vencer a mi archi enemigo, ¿quieres ver?”. Tiene una vocecita hermosa. Javi no está casi nunca porque administra otro hotel, pasando la terminal. Todo hay que charlarlo con Soni, su esposa. Últimamente, como acaba de tener otro niño, hay que lidear con las “monguis”, dos pibitas bastante inútiles, una más que la otra, que también limpian las habitaciones y lavan la ropa. La más pendeja tiene la costumbre de escuchar música a todo volumen con el celular mientras pasa la aspiradora a las ocho de la mañana. Ana, la más grande, siempre hace todo mal, Soni se la pasa llamandola a los gritos: ¡Anaaaa, vení para acá!

Esta semana se sumó a la troup Luis, el primo, un niño macanudo de no más de once años que ayuda más que las otras dos mamertas juntas.


El bebé de Soni y Javi nació hace diez días y todavía no tiene nombre. Soni dejó el tema en manos de Javi, y durante unos días se corrió la bola de que se iba a llamar Maclaren. Cualquiera. Nosotros le regalamos una lista de cincuenta nombres comunes pero a Javi no lo le gustó ninguno. De la a, a la z, mari eligió la “e” de Emilio, yo la “f” de Facundo, Bruno la “j” de Julián.


En el primer piso está “Nacho´s billar”, una especie de boite con pista y bola de espejos, barra y muebles tapizados en cuero azul eléctrico, y piso alfombrado del mismo color. Ni una sola ventana. Un lugar en el que siempre es de noche y los clientes son los mismos desde hace años. En la época que lo administraba Javi, organizamos la primer fecha linda linda en La Paz, junto a Cuerda rea, un trío de guitarras que tocaban tango. Primera noche de Marichi en La Paz, última de Marilina en Bolivia. Los tangueros se encargaron del pollo, y Marilina y yo le pidimos a Javi que por favor enfriara bien las cervezas. No éramos muchos pero fue una noche larga. Afuera ya había salido el sol. Menos mal que entre la cama y yo mediaban solamente dos pisos.

En el segundo hay habitaciones con baño privado y cable. En mi opinión las peores del hotel. Se escucha todo el kilombo que vine de la boite, el agua de la ducha nunca llega a estar lo suficientemente caliente como para que la idea de tener baño propio tenga algún tipo de peso. Por otro lado, ninguna habitación tiene ventana a la calle.

En el tercero hay, pero todas son triples o cuádruples, y con baño compartido. La vez anterior, a Marichi y a mí, nos había tocado la 203, ventanal de pared a pared con vista a la ciudad. Desde el primer día Marichi y Caro, la chica con la que compartimos la habitación, cambiaron los muebles de lugar de manera tal que al despertarnos la visión de las tres siempre diera hacia el oeste. El silloncito que nos robamos del pasillo también, siempre de frente al ventanal. Cuando oscurecía y las luces del alto empezaban a encenderse daban ganas de sentarse a tomar mate y no salir más.

Están las favoritas, pero hay una que siempre es la mejor. La habitación 305. Último piso, alejado del ruido y con ventana y acceso directo a la terraza. Treinta metros de ancho por cincuenta de largo es mucho más que un punto panorámico. De derecha a izquierda, la fábrica de cerveza y la terminal de omnibus. De frente, las dos cúpulas de la iglesia San Francisco, el mercado Lanza , los barrios que se extienden hasta el filo del cerro, y las antenas. Intento imaginar el mismo paisaje desurbanizado, en estado de naturaleza, y veo la cordillera de los andes.

Durante enero y febrero del 2007, la 305 y la terraza, fue territorio exclusivo de un chino y una brasilera, una pareja bastante tumba que finalmente resultaron ser los ladrones de la cámara de Marichi. Cuando Javi quiso entrar y revisarles la habitación, se negaron con la excusa de que tenían mucha cocaina en la habitación y eran inmigrantes ilegales. El chino estaba completamente sacado y decía que si llegaba la policía nos iba a matar a todos. Finalmente Javi decidió echarlos, era lo mínimo y lo máximo que podía hacer, y los muy guachos se mudaron al hotel Norte, en la otra cuadra. Los cruzamos un par de veces en la calle y nos puteamos de vereda a vereda. Qué hijos de puta. De la cámara nunca más supimos nada.


Al la vuelta del viaje a Sorata, Marílina y yo decidimos tomar posesión de la 305 y alrededores. Después de año nuevo hasta que llegó Bruno, la compartimos Marí y yo; los díez días que le siguieron Mari la compartió con Bruno, y cuando ellos se fueron a Copacabana, por una semana, yo la compartí con Nacho. El fuerte de la habitación es definitivamente la ventana. Hoy es el primer día que la tengo toda para mí.

De adentro hacia afuera, tres hojas de vidrio repartido, y la cortina abierta de par en par. La ropa tendida, y el paisaje de una ciudad vista desde un cuarto piso. La maqueta miniatura de una civilización que se extiende hacia lo alto, por encima de las nubes. Miles y miles de años de ladrillo hueco, casas de adobe y paja, techo de chapa, y fachadas de color. Una obra arquitectónica producto de la naturaleza humana.

De afuera hacia adentro, la canilla pierde agua y la pileta está rota. Las gotas caen solas al ritmo de las ideas. Una por una laten en la cabeza en seis por ocho. Falta un poco todavía para el oxigeno. Prendo un cigarrillo detrás del otro. Cuento las bladosas. Cuarenta y ocho son más que un tablero de ajedrez. La piezas están vacías. Nacho volvió a Buenos Aires, y Marilina y Bruno están en Coroico. La puerta está cerrada con traba.

El espacio es amplio y con pocos muebles. La cama está ubicada frente a la ventana y la mesa, que la mayor parte del tiempo hace de escritorio. Las sábanas están revueltas y el piso necesita una barrida. A la derecha de la cama, hay una mesita de luz. A la izquierda, el mismo silloncito de dos cuerpos que nos habíamos robado el año anterior. A la derecha de la ventana, hay un perchero de madera del que cuelga una campera naranja, un buzo con capucha violeta y un chal celeste lavanda. El resto de la ropa está en la valija. La mitad, hecha un bollo y sucia, y la otra, limpia pero arrugada.

El día se acaba en la tarde de un día que amaneció nublado. Salgo a la terraza a fumar un cigarrillo y me asomo a la baranda.

De arriba hacia el abajo, en el centro no anochece. La campana de la iglesia canta las seis y media. Una luz blanca, espesa y fría, se apodera de los colores y de todas las formas, y de las horas del fluir bohemio. El humo que traga no se parece al de un Gitans
. Es una nube tóxica y oscura que se respira cada vez que el colectivo para en la esquina frena y vuelve a arrancar.

sábado, 16 de enero de 2010

III- El inca

Hace tres noches que sueño que todavía vivo en Lomas. No es exactamente una pesadilla, pero al despertarme siento un alivio importante. Intento reconstruirlos en imágenes pero sólo consigo retener una sensación: la misma que generan esos sueños en los que uno de repente se da cuenta de que no ha terminado la escuela secundaria o de que tiene materias pendientes. Analizo la última frase, imagino que se la cuento a mi terapeuta y luego de darle un par de vueltas a la cuestión llego a la conclusión de que si bien mi cuerpo está yendo hacia otro lado, mi mente, en sueños, aún no ha cruzado la frontera e insiste en que me aferrare a mi lugar de origen, a la infancia.


Miro a Marilina que duerme en el asiento que da a la ventanilla, tapada con una campera hasta los hombros y un pañuelo alrededor de la cabeza que le cubren los ojos de la claridad del nuevo día. Deben ser las seis o siete de la mañana. Todos los pasajeros, salvo el señor que está sentado a mi derecha, siguen durmiendo. El hombre reclina el asiento hacia adelante, se acomoda el pelo con las manos y se pone una gorra con visera negra. Mira hacia su derecha para asegurarse de que el cuerpo entero de su nieto, un niño de unos ocho años, esté completamente cubierto con la manta.


La mayoría de los pasajeros viajan con sus propias frasadas. Ahora me doy cuenta que parte de esos grandes bultos que cargaban eran frasadas. El resto es comida, paquetes enormes de pan de leche, cajas de pan dulce navideños, bolsas gigantes de cereal inflado.


Siento ganas de ir al baño pero me acuerdo de que este micro no tienen baño, ni aire acondicionado, ni televisor, ni nada. La empresa se llama El Inca, la única compañía que tenía pasajes disponibles para ese día. Se supone que hay otras que tienen baño pero generalmente están clausurados. Así que es lo mismo, o mejor. Qué sé yo... Giro la cabeza hacia el pasillo, y veo que los dos hombres que ayer viajaban parados, sin asiento, lograron acomodarse en el piso y dormir.


Son las ocho de la mañana. No tengo hambre. En la parada de la noche anterior, Mari y yo comimos tres salteñas y una cerveza cada una. Las salteñas las compramos en Villazón sabiendo que en las paradas sólo se consigue pollo a la broster o hamburguesas de la peor carne de res. No recuerdo el nombre del pueblo en el que paramos para cenar pero puedo decir que era sumamente pobre, con calles de tierra y zanjas llenas de basura. Mari y yo nos sentamos en el escalón del almacencito donde compramos las cervezas, junto a un perro medio sarnoso, y comimos contemplando la miseria. Inmediatamente intentamos imaginar a Bruno, a María, Cons y Maga -que se supone, se van a encontrar con nosotras en un par de semanas- solos, en el medio de esa nada con gesto de pánico. Imaginamos quiénes de nuestros amigos podrían sobrevivir a esa parada sin espantarse y sólo Marichi había quedado en la lista.


Tengo sed. La botella de agua mineral está arriba, entre los instrumentos, y en el termo hay agua como para dos o tres mates más. Pero no me animo a agregar más líquido a mi vegiga. No sé siquiera si el micro hará una parada más antes de llegar a La Paz.


Un rato más tarde, siento uno ojos enormes que me miran. Son los de Marilina . Se acaba de despertar por el bullicio general, el llanto de los niños que están sentados atrás, la cumbia tropical que proviene de un celular. Muchos de los pasajeros ya despiertos también empiezan a acomodar sus bulto y las frasadas, como si faltara poco para llegar.


Le pregunto al hombre que está sentado a mi derecha, no al abuelo del niño, al tío de los otros dos que dormían atrás y que ahora juegan con una computadora de juguete que hace mucho ruido. Me dice que más o menos cuatro horas. Mari me hace un gesto de que no da más y se cubre otra vez con la campera.


No logra dormirse. Una mujer que apareció como de la nada se para en el medio del pasillo y pide a los pasajeros cinco minutos de nuestra atención. De una valija saca un recorte de una revista tipo Anteojito, antigua y con colores muy saturados, y nos explica cuáles son las consecuencias para las mujeres de tener que lavar mucha ropa a mano y con agua fría. Habla de artritis y nos muestra unas imágenes horribles de manos, pies y rodillas deformadas.

Después muestra para todos otro recorte y habla de las malas costumbres alimenticias, de la falta de higiene y de aquellos que a veces duermen con la boca abierta. Nos da cátedra sobre todo tipo de parácitos, y señala, en voz baja y cómplice, una mujer que en ese momento está durmiendo con la boca abierta con el fin de informarnos acerca de unas de las maneras más comunes en que los parásitos ingresan en el sistema intestinal.

Por un momento pienso que está dando un discurso de corte social pero finalmente saca de la misma valija un sobre de papel, también con ilustraciones y un diseño muy antiguo, lo abre y nos muestra a todos una pomada a base de coca y otra a base de salvia. Explica cómo y de qué manera hay que aplicársela. Habla de las virtudes de estas cremas, también para el dolor de cabeza que produce la altura.

La manera de llevar la charla es muy interactiva, va haciendo preguntas del estilo, diganme señores pasajeros ¿cuántes veces al año ustedes se hacen un lavado de estómago? “Una vez al año, dice el señor”. “Acá la señora dice cuatro veces al año”.

La mujer, que ya a esta altura de su discurso sabemos es una promotora de las pomadas, los regaña, nos regaña.


-¿No ve? Una vez al mes, señoras y señores. Una vez al mes hay que hacerse un lavado de estómago si no quieren convivir con la tenía-. Saca de la valija otro sobre y nos lo muestra. Éste en cambio contiene un polvo a base de un cactus y otras hierbas medicinales que, según nos recomienda la mujer, hay que diluir en jugo de alguna fruta o en leche caliente, y tomar en ayunas. Dos dosis para los adultos, media para niños.


-Como ustedes pueden ver en el dorso, estos productos son fabricados en Cochabamba, y el valor de cada uno en las farmacias es de ocho bolivianos. En esta oportunidad yo se los voy a entregar a un precio único de cinco bolivianos.


La mujer ahora camina por el pasillo desde el frente hacia atrás entregándonos a cada uno de los pasajeros los productos: la pomada de coca, la de salvia y el polvo de cactus.


-En esta oportunidad, señores y señoras, y sólo en esta oportunidad, repito, van a llevar los dos productos al valor de uno.


Mientras la mujer avanza a la lo largo del pasillo, sigue interpelando a sus interlocutores, a nosotros, futuros compradores, próximos consumidores de un producto que ya a todos nos parece imprescindible para la salud.

Mari y yo notamos que los pasajeros siguen participando activamente. El señor de la gorra negra que viaja con su nieto, por ejemplo, asiente o niega según corresponda a todas las preguntas de la vendedora.


-Y el tercero: el tercero, señoras y señores, en agradecimiento a su enorme atención, se los voy a regalar.


Todos tenemos los productos en nuestras manos. Mari y yo miramos las ilustraciones sobre artritis y sobre los distintos tipo de parásitos que también aparecen en la parte de atrás de los sobres. Aunque el diseño es muy antiguo y le quita seriedad a la cuestión, las imágenes nos resultan muy imprecionantes.

Rápidamente el producto empieza a agotarse, y a medida que la mujer hace la entrega, nos lo va haciendo saber. Presas de su discurso, Mari y yo decidimos, también, llevar la promoción de los dos productos a precio de uno, más el tercero de regalo.


* * * * * * * * * * *


Miro la hora en el reloj del celular. Marca las doce, pero en realidad son las once. Analizo la última frase, imagino que se la cuento a Bruno. Él se asombra y me da la razón: no tiene ningún sentido. Es que...Es la hora. Porque en realidad no son dulces, son saladas. Ah, mirá vos. Claro, porque podrían haber sido dulces, y bueno, sí, qué sé yo, más safables. Bah, ni idea, tal vez es peor que sean dulces. ¿Ustedes las comieron? No. Es muy temprano. ¿Y a otra hora? No hay. Ah, ¿sí? ¿Es así entonces? Sí, así. Algo me habían comentado pero ni idea viste. Pensé que era un mito, como el de los chinos y las ratas o los cuises... cuises son ¿no? Sí. Igual un cuis es distinto. No te imagines una rata grande, ¿eh? No, no, te digo porque hay gente que hace esa comparación. Para mí, no sé para vos, para mí, es disitinto. Es mucho más grande, sí, tipo liebre. Pero la diferencia es qué los cuises no comen mierda, andan en el campo, comen hierbas, pastitos. Es otra cuestión.

Quisás son patas de gallina, rebosadas. Sí, ¿no? Tienen como la forma, por las uñitas...Pero pará: ¿vos viste el color de los pollos? Mucho más amarillos. No te rías, boluda, ¿los viste? El otro día íbamos con Mari y pasamos por una especie de carnicería y, nada, boluda, mucho más amarillos. Un amarillo fuerte. Pará, ¿cuál es la diferencia entre el pollo y la gallina? Ay, Verónica. Ah, no sí, sí, ya me acordé. Ya tuve esta conversación con otra persona. Como un de javu. Sí pero con los cerdos y los chanchos. Es que hay tres palabras. Cerdo, Chanco, y la otra ¿cuál es? Porcino? No, otra. Sí, ya sé, pará, dejame pensar. De ja vu. ¿Otra vez? Sí. Es como el cordero y la vaca. Sí, como novillo y ternera. Esos son cortes, me parece. No boluda, es una forma de seleccionar la carne. Un corte es más tierno que el otro. Las carnes viejas son más duras, bah, como con mucho nervio.

¿Y esas cosas redondas? Croquetas de papa. ¿Rellenas? Creo que sí. Están buenas, boluda. ¿Qué tienen de relleno? No sé, queso. Pero no sé. Tal vez traen carne. Charqui, carne secada al sol. Como el relleno de las humitas. De los tamales. Las humitas no traen relleno de carne, esos son los tamales que también son de maíz. Ah, yo pensaba que las humitas eran de choclo. Sí, maíz, choclo, es lo mismo. Pero en realidad, son dulces, no saladas. Ah, mirá vos. Menos mal que me lo decis porque a mí lo agridulce no me va. Lo probé y todo, pero no. No sé porqué... Pará, ¿cuáles son la dulces entonces? ¿Le pregunto qué son? No, no, dejá. Le pregunto si son de pollo, ¿cuál hay? No, no, dejá. Ya fue.


* * * * * * * * * * *


¿La mujer se bajó en el medio de ruta? ¿O viajaba con nosotros? ¿Se sube a otro micro y vuelve? ¿O se toma otro y va, vendiendo? Vendió bastante. El señor le compró pero no lo vi comer. ¿Lo guardará para después? ¿Faltará mucho para llegar?

Le pregunto a Mari a dónde subió la mujer o si era una pasajera y todo el tiempo viajó con esa bolsa de comida. Ella me dice que no, que la vió bajar en la parada anterior. ¿Cuál fue la parada anteriror? Yo quería ir al baño. No hubo parada para pasajeros. ¿Y este? Debe haber subido cuando la mujer bajó. Al final, la mina re vendió. La de la pomada, sí. La otra más o menos.

¿Y éste qué vende? Crucigramas. No, a ver. Juegos de ingenio. A ver... A éste no se le entiende nada. Habla re cerrado. Nada que ver con la mina. No va a vender nada. Ay, pobre. A pero mirá: ortografía para niños. Tal vez los de atrás... Para las vaciones...Ay, sí, que alguien le compre. Es que la mina la hizo re bien. Todo el mundo le compró a ella. Ojo, que yo todo eso que está pregutando, ni idea. Yo sí, pero por mi trabajo...Yo no tengo faltas... Pero las reglas, ni idea. Yo sí, pero por mi trabajo. Ah, ¿y un libro para aprender inglés? Compratelo. Re últil. No seas mala. ¿Por qué? Yo no estoy diciendo nada.


* * * * * * * * * * *


Yo le pregunto.


-Disculpame, qué es eso?

-....

-¿Es pollo frito?

-Digame, señorita.

-Eso, que estaba vendiendo la señora, ¿qué era? ¿croquetas de papa?

-Patitas de oveja.

-Ahhhhh, de oveja.

- y relleno de papa o de arroz, también. Hay.

-Ahhhhh, muchas gracias, ¿eh?


* * * * * * * * * * *


-Patitas de oveja eran.

-¿de oveja?

- sí, rebosadas.

-Che, guarda. Levantá tu mochila, porque... Mirá.

-qué

-vas a ver

-¿están meando en un vaso?

-Sì, escuchá. Los nenes. Atrás.



* * * * * * * * * * *


-¿Y esto? ¿Será el alto?

-No. Para mí falta.

-Pero se baja gente...

-Bueno, no sé

-(...)

-(...)


* * * * * * * * * * *


Falta, señorita. Una hora más, me dice el señor de gorra negra. Uh, ah, bueno. Gracias ¿eh? ¿Qué hacemos? ¿Tomamos mate? Tomamos mate. Yo necesitaba ir al baño pero bueno, dos mates. ¿El agua está caliente? Tres mates, un poco fríos. El agua ya está fría. Hay que pedir que la hievan porque si no te la dan fría. Aguantó bastante bien... Porque le dije que me la diera hervida... Preferible.... Igual, ya tener mate.... Te salva....

Tengo hambre. Ahora sí. A ver si tengo señal... Hay. Mirá vos, tengo señal. Podría mandar un mensaje a mis viejos, a ver si me deja.... No, mejor después. A la tarde. Es lo mismo. Todavía nos llegamos. ¿Qué día es? Lunes 21, martes 22, miércoles 23, jueves 24. Cuatro días y tres noches. En ese sentido falta poco. Quiero llegar y bañarme. Y después comer. Hoy es noche buena. Quiero ver todas las luces, ver bajar el sol, prenderse todas las del alto.



jueves, 7 de enero de 2010

II- Ciudades frotera

Yo tenía entendido que todas las ciudades frontera, además de ser peligrosas debido al contrabando, eran feas por carecer de identidad, que lo más recomendable era abandonarlas lo más rápido posible. Tenía el recuerdo, por otra parte, de que Villazón era una ciudad muy sucia, al igual que Yacuiba, o Ciudad del Este.

Pero esta vez mi experiencia fue otra. Llevo días intentando describir esa sensación pero no puedo. Plenitud total. Pero no porque tuviera mucho. Todo lo contrario.

No sé. Tal vez haya sido porque estabamos de paso, o simplemente porque no nos había quedado otra opción.

Ni Mari ni yo habíamos tenido en cuenta que básicamente toda la comunidad boliviana que vive en Argentina también iba a querer llegar a La Paz antes del veinticuatro, para pasar las fiestas y visitar a sus familiares.

Ya en la cola de migraciones se rumoreaba no sólo que no había pasajes para ese mismo día sino que además, debido a la enorme demanda, costaban un cincuenta por ciento más del valor normal.


Tal vez haya sido porque estábamos cansadas. Después de haber viajado un día y medio, y tener por delante veinticuatro horas más hasta llegar a la Paz, nada mejor que una buena ducha, unas cervezas y a la cama.


Nos alojamos en el primer hotel que encontramos más o menos decente, más o menos deprimente, pero bastante limpio y con agua caliente. Caro, en relación a lo que se paga por una habitación doble con baño compartido en cualquier otra parte de Bolivia. Pero a esa altura no nos importó.


Quizás haya sido por el clima. Una vez que el sol bajó, la temperatura cambió significativamente y tuve que pelar buzo, campera, medias y las All Stars nuevas que Diego me había regalado un día antes de salir de Buenos Aires. Estaban nuevas, la suela y los cordones blancos las delataba. Cuando salí de la ducha y me miré en el espejo no me reconocí: entre las zapatillas y el jean, también nuevo, un poco ancho, me sentía otra persona. Un poco como Giuliana con las zapatillas del Negro, y los pantalones que le había dejado el hermano, ambos, antes de irse a vivir a España. Un poco gringa también, por los cachetitos y la nariz colorados, y por la mochila medio pro que me había tenido que comprar para cargar mi laptop. No estoy acostumbrada a usar mochila, no me gustan las mochilas. Tampoco los jeans tan anchos.Tal vez ese día yo no haya sido yo; o quizás nadie en las ciudades frontera sea realmente uno.



I - Almuerzo, merienda, cena, desayuno, y otra vez almuerzo.


Apenas nos subimos al micro, recién acomodados los bolsos, los instrumentos en la parte de arriba de los asientos, después de abandonar la estación Retiro, pasando la villa 31, un ratito antes de llegar a Liniers, el chofer dio la bienvenida a los pasajeros que viajabamos hacia La Quiaca. No podiamos verle la cara. Através del parlante, desde la cabina del conductor, su voz de hombre maduro y de acento salteño se imponía ante nosotros como la figura de un gran hermano.

Dar la bienvenida e informar acerca de los servicios. El baño debía ser utilizado sólo para hacer “lo primero”, y así poder evitar los “malos olores” en un viaje tan largo. Regla que se extendía a adultos y a niños. Después, el recorrido que el micro realizaría antes de llegar a destino. Cuatro paradas de media hora cada una, para, entre otras cosas, aquellos pasajeros que necesitaran “hacer lo segundo”. Pero fundamentalmente para comer: almorzar en San Pedro, provincia de Buenos Aires; merendar en Rafaela, Santa Fé; cenar en Metán, Santiago del Estero; y por último, desayunar en Yala, provincia de Jujuy. Comidas que, y no estuvo de más la aclaración, quedarían totalmente a cargo de cada uno de los pasajeros.

Nadie se quejó. Salvo nosotras, las únicas dos personas en el micro que no eran bolivianas. No pudimos evitar preguntarnos si eran ellos los sumisos o nosotras las de espíritu escándoloso. En la primera parada, Marilina encaró al chofer y le explicó que justamente si nos habíamos decidido por empresa
La Veloz del Norte, y no Balut o Flecha Bus, fue porque apesar de costar veinte pesos más, según la mujer que nos vendió el pasaje el servicio incluía una cena con bebida y postre en un parador de ruta. Pero no. Ya a esa altura, y sin ganas de gastar energía en llamar a Retiro para hacer el respectivo reclamo, terminamos sentándonos como el resto de los pasajeros a esperar que nos sirvieran el plato del día.

El vacio estaba bueno. Un poco frío, y el puré en mí opinión era Cheff. Marílina me aseguró que no, que ella era una consumidora especializada y que el puré era “real”, un auténtico puré de papas. Sin leche ni manteca ni pimienta a mí me parecía lo mismo, un poco artificial.
El pan era rico, eso sí. No hay como el pan dentro de la provincia de Buenos Aires: infaltable en la panera, siempre fresco y crocante.
Devuelta en el micro vimos el final de una película malísima, por lo previsible, yankee por lo moralina, pochoclera, ideal para comentar, criticar y reirnos hasta que nos quedaramos dormidas.

En Rafaela bajamos para pedir agua caliente, estirar las piernas y tomarnos unos mates. Hacía bastante calor, aunque el sol ya practicamente había bajado. Yo tenía la boca pastosa, por la siestona que me había mandado. Necesitaba algo dulce. Mari me recordó que teníamos unos alfajorcito que nos habían dado en el parador de San Pedro. Era como un Guaymayen, un Turimar o un Sol y mar, marcas de alfajor que nos hacían acordar a los recreos de la escuela primaria. (Menos mal que teníamos mate, porque eran más secos que la mierda).

Cuando el chofer nos hizo señas de que ya era la hora de seguir camino, rogamos que el continuado de películas sobre espionaje o terrorismo, no se extendiera ni un minuto más. Queríamos dormir o leer, o mirar por la ventana, por más que fuera lamentable la monotonía del paisaje: miles y miles de hectáreas de plantaciones de soja.

Cuando llegamos a Metán, me di cuenta de que afuera hacía muchísimo más calor que en el micro. Estábamos a fines de diciembre, en la provincia de Santiago del Estero, hacía un calor tremendo. Así que nos mandamos directamente para la cantina, al menos adentro había ventiladores de techo. Mientras esperabamos la comida le di un par de pelliscones al pan pero estaba bastante gomoso. Por suerte yo le había pedido a Marilina que se guardara en la mochila dos flautitas que habían sobrado del medio día.
Trapinho tenía razón: en todos los paradores, sea cual fuere la provincia, en la televisión pasan noticias sólo sobre Buenos Aires, en su versión TN. Qué carajo le importa a un santiagueño, que Banfield haya salido campeón o que haya habido un tiroteo entre policias y ladrones en pleno centro del barrio de Monserrat.

El menú en Metán costaba bastante más barato que el almuerzo que nos habían ofrecido en San Pedro. Marí pidió spaggetti con estofado y yo carne a la cacerola con arroz. Carne, carne, carne. ¡Qué asco! Era cierto que en Bolivia la carne de vaca no era buena. Pero bueno, tampoco estabamos yendo a la guerra. Aún así, dejamos el plato limpio. El postre era un heladito de agua, sabor uva, que decidimos regalarle a los niños de la mesa de enfrente.
No sé si fuimos nosotras las que comimos demasiado rápido, o que la parada de la cena era más larga. Cuando salimos tuvimos que esperar más de quince minutos esquivando todo tipo de insectos voladores: mosquitos, cucarachas, chiches, cascarudos. A mí me daba miedo que se me metieran entre los rulos y se armaran un nido sin que yo me diera cuenta.
Arriba en el micro otra vez, el aire acondicionado fue el mejor postre que cualquier menú podría alguna vez habernos regalado.

Dormí sin parar hasta el día siguiente. Cunado abrí los ojos, ya había amanecido. El paisaje y el relieve eran evidentemente otros. La llanura se había convertido en cordillera y el verde en diferentes tonos de rojo. Por primera vez en mí vida entendí el sentido de nombre del Cerro de los siete colores.

La última parada fue en Yala, tipo diez de la mañana. Todo el mundo desayunó café con leche y medialunas menos Mari y yo que le dimos al mate con biscochitos. En seguida nos arrepentimos. Las medialunas tenían una pinta... Además en Bolivia no me acordaba si existían las medialunas. Aunque estaban las salteñas de pollo picante, los cuñapé y los rollos de queso. Así que más nos preocupamos por aprovisionarnos de paquetes de yerba. Eso si que iba a ser irremplazable.

Por fin en La Quiaca nos alegramos por haber cumplido con la promesa que habíamos hecho tres años atrás: jamás volver a cargar una mochilota en la espalda como si fueramos alpinistas alemanes en un super estado físico.

El día estaba despejado, y el sol del medio día pegaba fuerte sobre las cabezas. Hacía calor pero por suerte la humedad había desaparecido. Mari peló rapidamente turbante, y ambas, anteojos oscuros. Orgullosas, arrastramos nuestras valijas con rueditas hasta el primer restaurate que encontramos antes de cruzar la frontera. Nuestro último sandwich de milanesa. Qué exageradas. ¿Tan dificil resulta despegarse de las propias costumbres?

domingo, 20 de diciembre de 2009

1000 metros bajo tierra

Una vez más, el colectivo 1000 metros bajo tierra, propone inmiscuirse en los márgenes, discutir y expandir los límites impuestos por la pantalla. Un recorrido experimental que ponga de relieve la dimensión tripartita de toda producción audiovisual: tiempo, espacio y sonido. Explorar, intervenir y hacer estallar sus fronteras, con el fin de devolverle a lo real una imagen plural acerca del mundo.

Viva la música, sobre Al ver verás

Según Andrés Caicedo, un film se escribe en la pantalla, y en dos dimensiones. Desde su perspectiva, la unidad cinematográfica, el plano, puede equivaler a la palabra, y a la frase e incluso (plano secuencia), al capítulo. En aquel entonces, mediados de los años '70, el escritor y cineasta colombiano, encontraba en el cine su referente más inmediato en la literatura. El cine era, en su sentido más clásico, literatura para ver.

El trabajo audiovisual de Al ver verás es una invitación a una experiencia tridimensional que desafía el sentido común: música para ver. Se trata de una puesta en imagen de un concierto de música en vivo, cuyo despliegue escénico trasciende los límites impuestos por la pantalla. Las imágenes que se proyectan no tienen un solo destino, el mismo puede variar, y más bien se adapta a la medida de la sala o a las superficies y relieves del espacio físico a intervenir. Porque no hay un lugar único para la imagen, los músicos (y también la audiencia) forman parte de una escena visual mayor, que rompe con la bimensionalidad propuesta por el cine convencional.

Si bien el cruce entre lo musical y lo visual se da en la simultaneidad, la unidad lingüística temporal de la que se vale Al ver verás es la canción. El tiempo real de la canción es el principio rector y organizador de la imagen.

Sin embargo, a diferencia tal vez de la propuesta de un vj, lo visual aquí no es subsidiario de la canción. El contenido de la imagen está al servicio de lo musical y viceversa.

En esta ocación Al ver verás se presentará en su formato concierto, un dossier de seis canciones de estilos diversos, que en su mayoría responden al género pop electrónico. Si la idea dei intervenciónien tiene que ver con explorar signos urbanos y redescubrir significados culturales en la vida cotidiana, el proyecto tématico de Al ver verás va en esa dirección.