domingo, 12 de julio de 2009

Rancho aparte

El día que Carlos nos dijo que se iba a vivir a España, yo me terminé peleando con Yanina en el teléfono. A mí la noticia me ponía alegre. Qué bueno vivir en Europa. Todo el tiempo yendo a museos, caminando por pasajes empedrados, callecitas angostas. Me imaginaba a Carlos estacionando la vespa verde bajo un farol: mongomery azul, bufanda roja escocesa enroscada al cuello y el flequillo despeinado. Si hubiera sabido hablar inglés perfecto -como la hermana-, con ese corte ramonero y la tez lechosa, en Londres, podría haber pasado por un mod. Porque, aunque Carlos no se estaba yendo a Inglaterra, sino a España, unas de las ventajas de vivir en Europa era que allá todo quedaba más cerca. Había calculado que el tiempo que tardaba en llegar al centro en colectivo desde Escalada era más o menos el mismo que estando en Europa lo llevaba hasta la frontera con otros países. Qué bueno, pensaba yo. Todo el tiempo hablando con extranjeros, escuchando distintos idiomas… Culturas y ciudades antiguas, pero antiguas de verdad. No como San Telmo. Ciudades ocultas durante muchos siglos, como las catacumbas romanas.


A Yanina, en cambio, la noticia le dio bronca. A mí me lo había contado por teléfono, a Yanina, el mismo día a la salida del cine. Lo mismo ella ya lo sabía porque, inmediatamente después de hablar con Carlos, no había podido aguantarme y la llamé.

Carlos se va España, le dije. Qué novedad, me dijo ella a mí, como burlandose. Era el año 2003. Yanina me recordó el día que volviendo en taxi de la casa de Luciana, una compañera de la facultad, vimos una cola de gente arropada durmiendo en la vereda. Mirá eso, le dije. Enseguida el taxista nos explicó que hacían fila para conseguir un turno en el consulado de Italia. Yo al principio me los había confundido con un grupo de indigentes o cartoneros. Y en cierto sentido lo eran, me decía Yanina. Mendigaban un porvenir económico en una cartografía que los amparara.

Como nuestros abuelos pero al revés, ¿entendés? Para mí la situación de Carlos era distinta. En Escalada no había nada. Los talleres del tren; algunos amigos del club Villegas; y “Stigar”, esa casa de repuestos para autos que él siempre nombraba. Yanina no podía entenderlo porque siempre, desde chiquita, había vivido en el centro. Me decía que yo exageraba pero, ¿sabés lo que es vivir toda tu vida en Escalada?


Además, Europa. Yanina me explicó en qué sentido para ella la decisión de Carlos de dejar el país era producto de un “hecho histórico”. Yo en parte la seguía. Yo también estudiaba sociología. Entonces un poco la escuchaba, pero también le discutía ¿y los individuos qué?, ¿cuál es el lugar de los individuos frente a la inmensidad de “los hechos históricos”? El vacío era inminente. Carlos se estaba yendo de nuestras vidas. Y, fue re loco. Apenas yo dije eso, sentí cómo la fuerza de lo grande me arrastraba hacia el devenir presencia de la noche oscura. Me imaginé a Yanina y a mí, sin otra salida que la de una fiesta en un sótano de avenida de mayo. Los ojos delineados, las caras aturdidas y los oídos abombados por la música que Carlos jamás hubiera tolerado, ni por aburrimiento.


Era el fin de los amaneceres con luna en el peugeot 504. En la costanera los tres todavía vestidos de noche, fantaseando un café con leche y medialunas en Atalaya. Carlos decía que la ruta 11 no le gustaba. Era preferible tomar la 29 para el lado de Brandsen, y evitarnos el peaje. Nosotras nos conformábamos con rutear: salir de la ciudad, y desayunar con música en el auto. Comer medialunas un poco dormidos, un poco hipnotizados por la puesta del sol en la laguna de Chascomús, y volver por la ruta escuchando un compilado de los doors a todo volumen. Con esa música y el horizonte a los costados, para mí era como estar en el desierto de California. "This is the end my only friend" cantábamos los tres al unisono y bien entonado, sin sospechar en esa armonía el universo monótono al que nos adentrábamos.

El paisaje siempre era más o menos el mismo. Lo más importante era rutear.Cuando nos aburríamos de los casetes viejos de Carlos, llegaba el turno de los del padre. El arriero por Atahualpa, Fina estampa por Chabuca Granda, Inocente colectivo por Mercedes Sosa. Él imitaba la voz de los cantantes de folklore y nosotras le hacíamos los coritos. “El arriero va, el arriero va”. Hasta que nos quedábamos disfónicos.

A Carlos no le gustaba mucho el mate. Ni siquiera medio lavado. Prefería el té. Era un señorito inglés, un auténtico mod. Lo mismo apenas se hacía la hora del almuerzo, y se daba cuenta que estábamos en medio de la nada, se hacía el gaucho y nos exigía uno caliente y bien amargo para él también.

En una vuelta, los tres nos moríamos por un asado y Yanina se acuerda que ese domingo la familia se reunía a comer una vaquillona en la finca de los tíos. La finca quedaba en “Alegre”, un pueblo perteneciente al municipio de Ranchos. Agarramos la la ruta 20 y, como decía en el mapa, después del cruce, vimos el cartel que indicaba que estábamos a 30 km. A medida que nos íbamos acercando, Carlos descendía la velocidad. Yanina nos explicaba que había que tener cuidado con las liebres, porque eran medio tontas y muchas veces se te cruzaban en el camino.

De pronto la ruta se había hecho de ripio y unos metros más adelante de tierra. Carlos dio la orden de cerrar las ventanillas para que el auto no se le llenara de polvo. Más adelante, cuando las volvimos a abrir, a Carlos y a mí nos pareció oler a marihuana. Yanina nos explicó que eran los zorrinos, que andaban escondidos entre los yuyales. Yo no sabía si era el aire puro del campo el que acentuaba los olores, o el estómago vacío el que nos trastornaba el olfato. Lo cierto fue que en un momento el viento sopló entre los sauces y los tres coincidimos en que habíamos llegado. El humo se nos hacía agua en la boca, y un chico sonriente, enfajado y con boina negra, corría la tranquera sin bajarse del caballo.

Estábamos en primavera. A la sombra de un árbol, la mesa tendida. La madre de Yanina y las tías condimentaban las ensaladas, mientras el novio y los tíos, discutían sobre los conflictos rurales ocasionados por la sequía. Ni Carlos ni yo nos animábamos a servirnos vino hasta que por suerte fue Luisito el que nos invitó a arrimarnos a la mesa. Era el hijo del casero. Él nos llevó a conocer el molino y los cabritos recién nacidos. Re lindos. Yo no lo podía creer. Parecían peluches.

Carlos quería ver el establo. Nosotras, leer el horóscopo del domingo. Luisito nos dijo que la revista estaba había quedado adentro, con el diario en el sillón. La casa estaba dividida en dos cuerpos que desembocaban en un gran ambiente y la cocina. No había muchos muebles. Solamente el aparador donde guardaban la vajilla, una mesa para doce personas y el hogar. Cómo me gustaban los hogares. Lástima que no estaba prendido. Sobre una de las paredes colgaba el retrato de un gaucho. Este era mi bisabuelo, me dijo Yanina. Recién ahí recordé que la familia materna era judía. Yo no sabía que había judíos en el campo. Pensé que eran una colectividad que se asentaba en centros urbanos. Yanina me dijo que no dijera barbaridades. Que si nunca había escuchado hablar de los gauchos judíos. No, le dije. Gaucho malo o cantor. Pero Gaucho judío, no. “Mi bisabuelo fue uno. Aunque mi tío siempre cuenta que se había tenido que hacer gaucho a la fuerza. En la mesa le voy a decir a mí tío que te cuente esa historia”. Qué loco venirse desde allá, ¿no?, pensaba. Qué loco un gaucho judío.

Afuera, Carlos y Luisito volvían de andar a caballo. Cuando nos acercamos a la parrilla, a mí me dio un poco de impresión saber que íbamos a comer la pobre vaquita que unos días antes había estado pastando tranquila con las demás. Carlos me dijo que no fuera ridícula. Tenía razón. Esa carne estaba buenísima, bien tiernita y re jugosa.

A la hora del mate y los pastelitos Yanina y yo no podíamos ni movernos. El atardecer rojo se extendía a campo abierto en llanura, y en el rincón de la galería, Luisito tocaba una zamba. Qué bueno vivir acá, decía Carlos. Todo el día andando a caballo y tocando la guitarra. A mí me hubiera gustado quedarme hasta la noche. Hacer un fogón, escuchar más de las historias del tío… Pero era Carlos el que manejaba.


Yanina decía que todos se iban para después volver y contar la aventura con el dramatismo de los exiliados. ¿Y los que nos quedamos qué? Para mí el razonamiento de Carlos era más simple: si la hacemos, la hacemos bien. Y en vez de mudarse al centro, directamente se mudaba a Europa. Además, el hecho de que Carlos se fuera, no sólo significaba que éramos nosotras las que nos quedábamos sino que el que se estaba yendo era nuestro mejor amigo. Para colmo yo me había peleado con Javier, el chico del ciber. No estaba segura de poder soportar otro abandono. Y lo peor era que a Carlos no le podía reprochar nada. Yanina me pedía que no exagerara. Carlos tampoco era un santo. Estaba segura que se refería a la vez que nos dejó plantadas en el bar de M.T. de Alvear. Qué rencorosa. Mil veces le había explicado Carlos que ese día no había trenes y que viajar colgado del bondi no daba. ¿Qué quería, que se tomara un avión?

Miré por la ventana hacia Av.Córdoba. Era domingo. Ni un alma en la calle. A no ser por la cantidad de basura acumulada en la esquina, los domingos en el centro tampoco había nada. Los vidrios espejados de las oficinas de enfrente me devolvían la imagen ensanchada de una planicie enorme, cubierta de cemento, poblada de edificios vacíos, anónimos, inútiles. No era el desierto de Escalada pero...

Yanina me hablaba del pueblo hebreo, de las catacumbas de Villa Torlonia, de la diferencia entre el abandono y la traición. Yo quería hablar de Carlos y de la venta del peugeot 504. De que al final nunca habíamos llegado a probar las famosas medialunas de Atalaya. Carlos decía que el secreto era el agua, y los Saladeros. Lo mismo Yanina seguía en su mundo. Ya no la soportaba. Insistía en referirse a España como “la tierra prometida”. Yo la escuchaba a la vez que me huía en el masquido impaciente de un chicle de menta. Intentaba representarme la distancia futura. Me preguntaba si se parecería a la misma que esa tarde se acentuaba entre ella y yo en el teléfono, entre su postura y la mía, que en definitiva entendía la de Carlos mejor que la suya.

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