domingo, 7 de septiembre de 2008

Mala junta VI: Virgen de riña

“Mi vida emocional siempre ha necesitado de un amigo íntimo y un enemigo odiado”, confesó Freud en La interpretación de los sueños. “Siempre supe como procurármelos, una y otra vez”. Si hay una razón por la cual me decidí a leer la obra de Freud, aproximarme por fin a sus escritos, es porque su confesión me interpela. Desde el corazón hasta la última neurona. Aunque finalmente todo se trate de hormonas, no estaría mal aclarar, que tanto yo como el mismo Freud, hemos necesitado de amigos y enemigos, no sólo en lo que refiere a la vida emocional sino también intelectual. Jamás dejo en mi haber cuentas pendientes: toda persona que haya alguna vez pertenecido al panteón, tiempo después –sin excepciones- supe cómo ubicarla del otro lado del pedestal. Admirar, adular, elogiar, me es casi tan fácil como contrariar, alejarme y odiar. De este gesto doble parece depender mi vitalidad, mis distintos renaceres. Sin embargo, me pregunto hasta qué punto esa facilidad lapidaria me permite desembarazarme realmente de aquellos que hoy creo fueron mis víctimas.

Todo esto viene a cuento de un sueño que tuve hace un par de semanas, un sueño de esos que exigirían revisión, análisis, o sencillamente una buena y decidida sesión de terapia. No pude avanzar mucho en el libro sobre los sueños aún. Estoy bastante entretenida con las Conferencias y la biografía de Peter Gay. De lo contrario no me hubiera animado a contar lo que voy a contar.

En el contexto de mis treinta años, en el ambiente femenino de mis contemporáneas, la maternidad se ha vuelto el tópico de cualquier reunión, tópico en el que se ahonda día tras día, -¿es el diú un buen método de profilaxis?-, que se complejiza cada vez que alguna amiga/ hermana/ prima instaura el notición: estoy embarazada.
Lo primero que debo decir es que una de las cosas que más me llama la atención es que a este “estoy embarazada”, por lo general, le sigue un “felicitaciones” algo envidioso, como si la declaración viniera de la compra de un vestido o un par de zapatos, inaccesesibles, para nosotras: las solteras con o sin apuro. "No todos reciben con alegría la bienvenida del nuevo ser", decía en una especie de manual para futuros padres que me mostró Sabrina. Y digo, nosotras, porque si bien a mí la maternidad me tiene sin cuidado, -o quizás haya sido por eso, por la falta de profilaxis- hace unas semanas atrás, yo misma soñé que estaba embarazada. Creo que fue al día siguiente de que Gina, la hermana de Marichi, diera a luz a Faustino, unas semanas después de enterarme de que Ale y la hermana de Diego estaban embarazadas. Si mal no recuerdo fue también Sabri la que me dijo durante una conversación telefónica, ahora hay un montón de bebitos dando vueltas, ¿viste? Así es.
A decir verdad, mi sueño comenzaba en el momento en que me dirigía a la sala de parto. No sólo estaba embarazada sino que no había lugar a duda sobre tenerlo o no. Sabía quién era el padre, a pesar de que me venía acostando con dos tipos a la vez. La certeza radicaba en que con uno me cuidaba y con el otro no. Con quien no me había cuidado, era nada más y nada menos que un “amigo íntimo”, devenido en “enemigo odiado”. Por lo cual, en el taxi hacia la clínica, o algo así
-porque si había algo que caracterizaba al sueño era la ilegalidad del asunto-, decidía no confesárselo nunca, ni a él ni a nadie. Al llegar, me acostaba sobre una camilla con las piernas abiertas y me entregaba al médico y la partera que, con palabras y gestos amables, me invitaban a que me relajara, como queriendo decir, vas a ver que esto es muy sencillo. Yo estaba aterrada; aterrada y entregada. Era la misma sensación previa al tirón de cera durante un turno de depilación.
Lo curioso es que lo que yo daba a luz no era un bebé sino sólo la placenta, que con una ductilidad inimaginada hasta ese momento, la partera me extirpaba con unas pinzas muy largas y puntiagudas, sin que yo experimentara el más mínimo dolor. Empapada y confundida a la vez por el léxico y las sensaciones descriptas por madres amigas, la placenta –en mi imaginario algo así como medio kilo de chinchulines- se deslizaba desde el interior de mi vágina sin que yo realizara esfuerzo alguno.

En la escena que le sigue al parto –según Dolo, un aborto- aparezco yo con mi niño en brazos y mi hermano, en una habitación libre de muebles, bastante humilde. Mi hermano se pasea de lado a lado de la habitación con una mano en el bolsillo y la otra en el mentón en actitud reflexiva. La misma actitud que tomó el día que mi papá, determinante, poniéndome entre la espada y la pared, me dio a elegir entre sentarme a estudiar geografía (de una vez!) o buscarme un trabajo. Mi hermano tenía siete años, yo trece. En medio de la discusión, una discusión típicamente hogareña, mi hermano se retiró a su cuarto a pensar una solución para su hermana mayor, la descarriada. Lo más conveniente, le dijo enseguida a mi mamá, va a ser que le pongamos un quiosco en la ventana del cuarto, de su cuarto, que daba a la calle. Estaba dispuesto a ceder el espacio si era necesario.
En el sueño yo le había revelado el secreto sobre el padre del niño y le confesaba que quería que llevara su nombre, pero como segundo nombre, para no despertar sospechas. “Quiero que sea un nombre común, nada de rarezas”. Teniendo en cuenta los nombres de los bebés que andaban dando vueltas, (Olivia; Mora; Lola, como nombre; Edmundo; Hilario; Faustino, Santino; Fermín; Fiona; Uma) yo me deliberaba entre la tríada generacional: Diego, Pablo, Martín, o Juan, Juan y el impronunciable nombre del padre. Mientras pensaba, me daba cuenta que el niño no tenía ropa ni pañales ni moisés ni nada, porque no había tenido tiempo de planear nada. Mi hermano enfrascado en su temperamento pensante y organizado, temperamento que siempre lo había caracterizado, me decía que me calmara, que primero había que decidir el nombre. “Juan Sebastián”, se me vino a la mente, olvidando por completo mi testarudo deseo de que llevara por segundo nombre el del padre. A lo que mi hermano cuestionó, ¿Juan Sebastián?, ¡es horrible! ¿Por qué no?, le decía yo en clave “why not?”, y empezaba a cantarle una canción de Emilio Dublanc dedicada a Bach que decía: No son los ángeles que cantan/ no son los ángeles ni el mar/ es un señor lleno de cielo/ el señor Juan Sebastián. Finalmente le ponía Martín, Martincito y seguido el nombre del padre, mi “amigo íntimo”, ya devenido “enemigo odiado”.

En la tercera y última escena, estamos yo, con Martincito a upa, y todos los amigos, los del centro y los de Lomas, en una casa de campo con ventanales grandes. Afuera llueve, hay un árbol lleno de paltas. Ahora reconozco que estábamos en el hotel “Sol y Luna”, en Coroico. Estamos sentados alrededor de una mesa ratona tomando mate y comiendo facturas. De repente, mi niño, Martincito, me pide agua, me sorprende –habla, aunque acaba de nacer-, dice, “aba”, “uoter”, y yo descubro que es bilingüe. Me asombro muchísimo, y mirando a todos mis amigos les digo: Chicos! Chicos, esto me hace pensar que la lengua es algo innato. Porque yo, les juro que yo, no le enseñé nada.
Me desperté agitada, confundida. Agradecí a Dios que todo haya sido un sueño. Aunque el sueño-como dice Borges- sea un rasgo típico de la realidad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya sabes lo que nos debes. Lo estamos esperando ansiosamente. Say no more...