Apenas nos subimos al micro, recién acomodados los bolsos, los instrumentos en la parte de arriba de los asientos, después de abandonar la estación Retiro, pasando la villa 31, un ratito antes de llegar a Liniers, el chofer dio la bienvenida a los pasajeros que viajabamos hacia La Quiaca. No podiamos verle la cara. Através del parlante, desde la cabina del conductor, su voz de hombre maduro y de acento salteño se imponía ante nosotros como la figura de un gran hermano.
Dar la bienvenida e informar acerca de los servicios. El baño debía ser utilizado sólo para hacer “lo primero”, y así poder evitar los “malos olores” en un viaje tan largo. Regla que se extendía a adultos y a niños. Después, el recorrido que el micro realizaría antes de llegar a destino. Cuatro paradas de media hora cada una, para, entre otras cosas, aquellos pasajeros que necesitaran “hacer lo segundo”. Pero fundamentalmente para comer: almorzar en San Pedro, provincia de Buenos Aires; merendar en Rafaela, Santa Fé; cenar en Metán, Santiago del Estero; y por último, desayunar en Yala, provincia de Jujuy. Comidas que, y no estuvo de más la aclaración, quedarían totalmente a cargo de cada uno de los pasajeros.
Nadie se quejó. Salvo nosotras, las únicas dos personas en el micro que no eran bolivianas. No pudimos evitar preguntarnos si eran ellos los sumisos o nosotras las de espíritu escándoloso. En la primera parada, Marilina encaró al chofer y le explicó que justamente si nos habíamos decidido por empresa La Veloz del Norte, y no Balut o Flecha Bus, fue porque apesar de costar veinte pesos más, según la mujer que nos vendió el pasaje el servicio incluía una cena con bebida y postre en un parador de ruta. Pero no. Ya a esa altura, y sin ganas de gastar energía en llamar a Retiro para hacer el respectivo reclamo, terminamos sentándonos como el resto de los pasajeros a esperar que nos sirvieran el plato del día.
El vacio estaba bueno. Un poco frío, y el puré en mí opinión era Cheff. Marílina me aseguró que no, que ella era una consumidora especializada y que el puré era “real”, un auténtico puré de papas. Sin leche ni manteca ni pimienta a mí me parecía lo mismo, un poco artificial.
El pan era rico, eso sí. No hay como el pan dentro de la provincia de Buenos Aires: infaltable en la panera, siempre fresco y crocante.
Devuelta en el micro vimos el final de una película malísima, por lo previsible, yankee por lo moralina, pochoclera, ideal para comentar, criticar y reirnos hasta que nos quedaramos dormidas.
En Rafaela bajamos para pedir agua caliente, estirar las piernas y tomarnos unos mates. Hacía bastante calor, aunque el sol ya practicamente había bajado. Yo tenía la boca pastosa, por la siestona que me había mandado. Necesitaba algo dulce. Mari me recordó que teníamos unos alfajorcito que nos habían dado en el parador de San Pedro. Era como un Guaymayen, un Turimar o un Sol y mar, marcas de alfajor que nos hacían acordar a los recreos de la escuela primaria. (Menos mal que teníamos mate, porque eran más secos que la mierda).
Cuando el chofer nos hizo señas de que ya era la hora de seguir camino, rogamos que el continuado de películas sobre espionaje o terrorismo, no se extendiera ni un minuto más. Queríamos dormir o leer, o mirar por la ventana, por más que fuera lamentable la monotonía del paisaje: miles y miles de hectáreas de plantaciones de soja.
Cuando el chofer nos hizo señas de que ya era la hora de seguir camino, rogamos que el continuado de películas sobre espionaje o terrorismo, no se extendiera ni un minuto más. Queríamos dormir o leer, o mirar por la ventana, por más que fuera lamentable la monotonía del paisaje: miles y miles de hectáreas de plantaciones de soja.
Cuando llegamos a Metán, me di cuenta de que afuera hacía muchísimo más calor que en el micro. Estábamos a fines de diciembre, en la provincia de Santiago del Estero, hacía un calor tremendo. Así que nos mandamos directamente para la cantina, al menos adentro había ventiladores de techo. Mientras esperabamos la comida le di un par de pelliscones al pan pero estaba bastante gomoso. Por suerte yo le había pedido a Marilina que se guardara en la mochila dos flautitas que habían sobrado del medio día.
Trapinho tenía razón: en todos los paradores, sea cual fuere la provincia, en la televisión pasan noticias sólo sobre Buenos Aires, en su versión TN. Qué carajo le importa a un santiagueño, que Banfield haya salido campeón o que haya habido un tiroteo entre policias y ladrones en pleno centro del barrio de Monserrat.
El menú en Metán costaba bastante más barato que el almuerzo que nos habían ofrecido en San Pedro. Marí pidió spaggetti con estofado y yo carne a la cacerola con arroz. Carne, carne, carne. ¡Qué asco! Era cierto que en Bolivia la carne de vaca no era buena. Pero bueno, tampoco estabamos yendo a la guerra. Aún así, dejamos el plato limpio. El postre era un heladito de agua, sabor uva, que decidimos regalarle a los niños de la mesa de enfrente.
No sé si fuimos nosotras las que comimos demasiado rápido, o que la parada de la cena era más larga. Cuando salimos tuvimos que esperar más de quince minutos esquivando todo tipo de insectos voladores: mosquitos, cucarachas, chiches, cascarudos. A mí me daba miedo que se me metieran entre los rulos y se armaran un nido sin que yo me diera cuenta.
Arriba en el micro otra vez, el aire acondicionado fue el mejor postre que cualquier menú podría alguna vez habernos regalado.
Dormí sin parar hasta el día siguiente. Cunado abrí los ojos, ya había amanecido. El paisaje y el relieve eran evidentemente otros. La llanura se había convertido en cordillera y el verde en diferentes tonos de rojo. Por primera vez en mí vida entendí el sentido de nombre del Cerro de los siete colores.
La última parada fue en Yala, tipo diez de la mañana. Todo el mundo desayunó café con leche y medialunas menos Mari y yo que le dimos al mate con biscochitos. En seguida nos arrepentimos. Las medialunas tenían una pinta... Además en Bolivia no me acordaba si existían las medialunas. Aunque estaban las salteñas de pollo picante, los cuñapé y los rollos de queso. Así que más nos preocupamos por aprovisionarnos de paquetes de yerba. Eso si que iba a ser irremplazable.
Por fin en La Quiaca nos alegramos por haber cumplido con la promesa que habíamos hecho tres años atrás: jamás volver a cargar una mochilota en la espalda como si fueramos alpinistas alemanes en un super estado físico.
El día estaba despejado, y el sol del medio día pegaba fuerte sobre las cabezas. Hacía calor pero por suerte la humedad había desaparecido. Mari peló rapidamente turbante, y ambas, anteojos oscuros. Orgullosas, arrastramos nuestras valijas con rueditas hasta el primer restaurate que encontramos antes de cruzar la frontera. Nuestro último sandwich de milanesa. Qué exageradas. ¿Tan dificil resulta despegarse de las propias costumbres?
1 comentario:
hola veri! viste qué loco lo de TN? está en todas partes, vayas a donde vayas
Publicar un comentario