domingo, 12 de julio de 2009

Notas sobre "Mi cuerpo es una Celda" de Alberto Fuguet

Le dije al monje: ¿Y usted cree en eso?
Murmuró: No lo sé
Insistí: Si sobre la tierra existieran otros seres diferentes a nosotros, ¿cómo es posible que no los conozcamos desde hace tiempo, cómo es posible que usted no los haya visto nunca, cómo es posible que yo no los haya visto?
(“El Horla”, Guy de Maupassant, 1887.)


El regreso del autor muerto

Mi cuerpo es una celda es un libro que debería ser leído por cualquiera que alguna vez haya escuchado el nombre de Andrés Caicedo: el Kourt Cobain de la literatura; el James Dean de la máquina de escribir; el Jerry Lewis de la tragedia; el rey de la primera persona; el gótico más solitario del mundo; el más capito de todos los emocionales, el más vampírico de los cinéfilos. Tres décadas después de su muerte, la figura del joven escritor colombiano –autor de Que viva la música y director de la revista Ojo al Cine– vuelve a la escena cultural, esta vez de la mano de Alberto Fuguet.
Luego de una larga investigación y recopilación de material no ficcional escrito entre 1966 y 1977 –cartas y poemas inéditos, artículos sobre cine, y otros bonus track–, el escritor y cineasta chileno se propone reconstruir una historia que ya había sido narrada: la autobiografía de Andrés Caicedo.

“Caicedo on Caicedo”

A diferencia de El cuento de mi vida –trabajo editorial realizado por su hermana, María Victoria Caicedo, en colaboración con Elvira Bonilla–, Mi cuerpo es una celda no posee intervenciones textuales ajenas a la pluma de Andrés Caicedo. La voz de Alberto Fuguet aparece recién en un segundo apartado al que llama making off (cómo se hizo este libro). En esa sección Fuguet no sólo describe su experiencia con el material recopilado sino que además sugiere cómo leerlo: como una autobiografía o “confesiones a la San Agustín”, un libro de no ficción o un documental narrado (en primera persona) por un autor muerto hace treinta y un años.
Narrar la vida de Andrés Caicedo a partir de sus textos no ficcionales es un recurso que en la dirección de Fuguet pronto se convirtió en la máxima que guiaría su trabajo: “este es el libro que Andrés quiso escribir”, operación que a su vez le permite afirmar que el resultado final de Mi cuerpo es una celda es una autobiografía.
Qué papel juega Alberto Fuguet en todo esto aparece claramente justificado en el mismo apartado: “No se me ocurre otra manera de entender mi proceso y mi lazo con Mi cuerpo es una celda, que el de un montajista que se encontró con mucho material y un director-guionista que ya no está. Lo bueno del caso es que me topé con unos productores que querían que respetara la visión del autor”. En esa sección que se niega a hacer de prólogo, Fuguet da testimonio de un proyecto pensado como “algo cinematográfico”, y de todas las posibilidades e imposibilidades ligadas a ese querer “hacer algo acerca de Caicedo”.

“Todo lo que está en el libro ha sido escrito por Caicedo”.

¿Qué es lo que tanto seduce de Caicedo?, ¿la muerte premeditada, una literatura programada?, ¿su cinefilia contagiosa?, ¿su cobardía paranoica? Son cuestiones que de algún modo interpelan a Alberto Fuguet. Pero detrás de estas preguntas (o más allá de las respuestas) hay otra más profunda, o al menos de mayor urgencia: ¿por qué recién hoy? “Aún me cuesta creer que supe de la existencia de Andrés Caicedo hace tan poco (…) ¿Dónde estaba yo? ¿Dónde estaban sus libros? En rigor: ¿dónde estaba él cuando más lo necesitaba?”
Una respuesta posible sería pensar que la obra de Andrés Caicedo no podría sino haber sido leída a la luz del giro testimonial, confesional y autorreferencial por el cual está siendo atravesada la literatura actual, y de ciertos tópicos que hoy más que nunca son tendencia en el campo de la crítica y del arte: “creyó en la crónica y en la no ficción, en el cine y en el yo, en el mito del poeta y el rockero que muere joven y que deja obra para contar”. Fuguet lo sugiere al referirse al escritor calenio como un “adelantado”.
Por otro lado, Fuguet no pierde de vista que Andrés Caicedo, antes de ser un adelantado, fue una persona muy precavida. Había programado su muerte tanto como el destino de sus producciones: “renuevo el género epistolar, en donde se puede encontrar, después de mi muerte, algo de lo mejor que he escrito". Antes de despedirse, no sólo dejó varios números de su revista Ojo al Cine listos para publicar, sino además los manuscritos de ficción y copia carbón de las cartas que mandaba durante su estadía en Bogotá, Los Ángeles y Huston. Es el mismo Caicedo quien le sopla la idea a Fuguet.
Mi cuerpo es una celda es un libro que, sin lugar a dudas, hubiera encantado al Andrés escritor y cineasta. Tiene algo de vampírico ese permanecer siempre vivo, joven y maldito en la memoria de “unos pocos buenos amigos” o bajo la dirección y el montaje de los nuevos buenos críticos y lectores de su obra como es el caso de Alberto Fuguet.

¡Vayan a saludar a la nueva bohemia!

Semana Santa no es ninguna novedad. El Pastor y la Joven Guarrior vienen sonando hace más de un año, en bares, teatros y terrazas culturales de la ciudad. Las nueve canciones escogidas para el disco son una muestra degustación del plato fuerte de la Guarrior: la puesta en escena y el sonido crudo y refinado que logran en vivo. Grabado y mezclado por El Ingeniero (músico integrante y sonidista de la banda) en una casa en Paternal, este primer CD se distribuye antes y después de cada recital y también se encuentra en la página del grupo:www.lajovenguarrior.com.ar


“Detrás del telón hay otro”

Un recital guarrior no es solamente un concierto de música; tampoco se trata de un espectáculo teatral. Si por varieté se entiende un show en el que intervienen artistas de diversas áreas, la propuesta de la Guarrior probablemente vaya en esa dirección. El elemento musical más que al servicio de la canción, está al servicio de lo que se quiere narrar y mostrar: una escena musical interpretada por una orquesta de músicos-actores.


















Si bien los personajes son siempre los mismos -un Pastor melancólico y un tanto descarriado (voz y guitarra criolla), seguido de un Perro Viejo (voz y accesorios) y su rebaño de guerreros: el Gasista (clarinete, guitarra, charango, melódica, vos), el Carnicero (berimbau, cajón peruano, voz), el Ingeniero (bajo criollo, voz y sonido), el Pochoclero, (voz, cajón peruano, guitarra), el Vietnamita (guitarra criolla), la Señorita Junco (trompeta y voz), Zé Pequeno (matófono, melódica y percusión, voz), el Nuevo (percusión) y el Líder de los Wichis (quena)-, el tópico de los shows es siempre distinto. Las canciones, al igual que las intervenciones actorales, cumplen una función específica dentro de una narración mayor. El orden y la disposición de las mismas se organizan de acuerdo a una temática inspirada en el contexto y el lugar a donde los Guarrior son invitados a tocar. Las intervenciones, en boca del Perro Viejo, son improvisaciones que funcionan como intermezzos y a su vez anticipan lo que sucederá a continuación.

“Pague por sufrir, cómprese un perdón, que yo esta noche iré para el infierno a festejar que soy parte de lo social”

El concepto guarrior es el de todo movimiento artístico que se proclama avant-garde: la llegada de una nueva bohemia que viene a enfrentar la tradición, polemizando con ella y amenazando trastocar los significados establecidos en el campo sociocultural.
Si hay algo que los jóvenes guarrior se oponen es a la especialización en el arte y la profesionalización del artista: los músicos están disfrazados de actores y los actores de músicos; todos tocan un instrumento pero se esconden detrás del ropaje de otros oficios (pastor, gasista, carnicero ingeniero, etc.). Las letras de las canciones denuncian en tono sarcástico y burlón los valores y contradicciones ideológicas de la clase media de la cual también ellos son y se saben parte. Frente a la retórica alarmista de los medios de comunicación, los jóvenes guarrior sostienen que “no pasa nada/ sabemos que todo es ficción/ pantallas de color/ Papá Noel soy yo”. La figura del político es equiparada a la de un RR.PP, ("es natural matar dos pibes sin pensarlo/ es natural/ y construir un mundo entero sin un mango/ es natural/ si sos un R.PP.”) y su discurso, a un doble sermón (“pare de sufrir/ sea ultra Pro/ y venga a rezar”).
Para la Joven Guarrior la historia nacional se inscribe también en un relato mayor que es la conquista de América, y ésta se cuenta en clave criollista: “Marrón, marrón/ ni negro ni amarillo/ marrón, marrón/ somos todos mestizos”. La estética guarrior aparece justamente en el cruce de diferentes discursos y registros sociales y sus respectivos ritmos y estilos musicales. Allí conviven la gauchesca, el tango, pero también el rock, la cumbia y el flamenco. El manifiesto guarrior es, en definitiva, una invitación: “vengan a saludar a la nueva bohemia”.


Rancho aparte

El día que Carlos nos dijo que se iba a vivir a España, yo me terminé peleando con Yanina en el teléfono. A mí la noticia me ponía alegre. Qué bueno vivir en Europa. Todo el tiempo yendo a museos, caminando por pasajes empedrados, callecitas angostas. Me imaginaba a Carlos estacionando la vespa verde bajo un farol: mongomery azul, bufanda roja escocesa enroscada al cuello y el flequillo despeinado. Si hubiera sabido hablar inglés perfecto -como la hermana-, con ese corte ramonero y la tez lechosa, en Londres, podría haber pasado por un mod. Porque, aunque Carlos no se estaba yendo a Inglaterra, sino a España, unas de las ventajas de vivir en Europa era que allá todo quedaba más cerca. Había calculado que el tiempo que tardaba en llegar al centro en colectivo desde Escalada era más o menos el mismo que estando en Europa lo llevaba hasta la frontera con otros países. Qué bueno, pensaba yo. Todo el tiempo hablando con extranjeros, escuchando distintos idiomas… Culturas y ciudades antiguas, pero antiguas de verdad. No como San Telmo. Ciudades ocultas durante muchos siglos, como las catacumbas romanas.


A Yanina, en cambio, la noticia le dio bronca. A mí me lo había contado por teléfono, a Yanina, el mismo día a la salida del cine. Lo mismo ella ya lo sabía porque, inmediatamente después de hablar con Carlos, no había podido aguantarme y la llamé.

Carlos se va España, le dije. Qué novedad, me dijo ella a mí, como burlandose. Era el año 2003. Yanina me recordó el día que volviendo en taxi de la casa de Luciana, una compañera de la facultad, vimos una cola de gente arropada durmiendo en la vereda. Mirá eso, le dije. Enseguida el taxista nos explicó que hacían fila para conseguir un turno en el consulado de Italia. Yo al principio me los había confundido con un grupo de indigentes o cartoneros. Y en cierto sentido lo eran, me decía Yanina. Mendigaban un porvenir económico en una cartografía que los amparara.

Como nuestros abuelos pero al revés, ¿entendés? Para mí la situación de Carlos era distinta. En Escalada no había nada. Los talleres del tren; algunos amigos del club Villegas; y “Stigar”, esa casa de repuestos para autos que él siempre nombraba. Yanina no podía entenderlo porque siempre, desde chiquita, había vivido en el centro. Me decía que yo exageraba pero, ¿sabés lo que es vivir toda tu vida en Escalada?


Además, Europa. Yanina me explicó en qué sentido para ella la decisión de Carlos de dejar el país era producto de un “hecho histórico”. Yo en parte la seguía. Yo también estudiaba sociología. Entonces un poco la escuchaba, pero también le discutía ¿y los individuos qué?, ¿cuál es el lugar de los individuos frente a la inmensidad de “los hechos históricos”? El vacío era inminente. Carlos se estaba yendo de nuestras vidas. Y, fue re loco. Apenas yo dije eso, sentí cómo la fuerza de lo grande me arrastraba hacia el devenir presencia de la noche oscura. Me imaginé a Yanina y a mí, sin otra salida que la de una fiesta en un sótano de avenida de mayo. Los ojos delineados, las caras aturdidas y los oídos abombados por la música que Carlos jamás hubiera tolerado, ni por aburrimiento.


Era el fin de los amaneceres con luna en el peugeot 504. En la costanera los tres todavía vestidos de noche, fantaseando un café con leche y medialunas en Atalaya. Carlos decía que la ruta 11 no le gustaba. Era preferible tomar la 29 para el lado de Brandsen, y evitarnos el peaje. Nosotras nos conformábamos con rutear: salir de la ciudad, y desayunar con música en el auto. Comer medialunas un poco dormidos, un poco hipnotizados por la puesta del sol en la laguna de Chascomús, y volver por la ruta escuchando un compilado de los doors a todo volumen. Con esa música y el horizonte a los costados, para mí era como estar en el desierto de California. "This is the end my only friend" cantábamos los tres al unisono y bien entonado, sin sospechar en esa armonía el universo monótono al que nos adentrábamos.

El paisaje siempre era más o menos el mismo. Lo más importante era rutear.Cuando nos aburríamos de los casetes viejos de Carlos, llegaba el turno de los del padre. El arriero por Atahualpa, Fina estampa por Chabuca Granda, Inocente colectivo por Mercedes Sosa. Él imitaba la voz de los cantantes de folklore y nosotras le hacíamos los coritos. “El arriero va, el arriero va”. Hasta que nos quedábamos disfónicos.

A Carlos no le gustaba mucho el mate. Ni siquiera medio lavado. Prefería el té. Era un señorito inglés, un auténtico mod. Lo mismo apenas se hacía la hora del almuerzo, y se daba cuenta que estábamos en medio de la nada, se hacía el gaucho y nos exigía uno caliente y bien amargo para él también.

En una vuelta, los tres nos moríamos por un asado y Yanina se acuerda que ese domingo la familia se reunía a comer una vaquillona en la finca de los tíos. La finca quedaba en “Alegre”, un pueblo perteneciente al municipio de Ranchos. Agarramos la la ruta 20 y, como decía en el mapa, después del cruce, vimos el cartel que indicaba que estábamos a 30 km. A medida que nos íbamos acercando, Carlos descendía la velocidad. Yanina nos explicaba que había que tener cuidado con las liebres, porque eran medio tontas y muchas veces se te cruzaban en el camino.

De pronto la ruta se había hecho de ripio y unos metros más adelante de tierra. Carlos dio la orden de cerrar las ventanillas para que el auto no se le llenara de polvo. Más adelante, cuando las volvimos a abrir, a Carlos y a mí nos pareció oler a marihuana. Yanina nos explicó que eran los zorrinos, que andaban escondidos entre los yuyales. Yo no sabía si era el aire puro del campo el que acentuaba los olores, o el estómago vacío el que nos trastornaba el olfato. Lo cierto fue que en un momento el viento sopló entre los sauces y los tres coincidimos en que habíamos llegado. El humo se nos hacía agua en la boca, y un chico sonriente, enfajado y con boina negra, corría la tranquera sin bajarse del caballo.

Estábamos en primavera. A la sombra de un árbol, la mesa tendida. La madre de Yanina y las tías condimentaban las ensaladas, mientras el novio y los tíos, discutían sobre los conflictos rurales ocasionados por la sequía. Ni Carlos ni yo nos animábamos a servirnos vino hasta que por suerte fue Luisito el que nos invitó a arrimarnos a la mesa. Era el hijo del casero. Él nos llevó a conocer el molino y los cabritos recién nacidos. Re lindos. Yo no lo podía creer. Parecían peluches.

Carlos quería ver el establo. Nosotras, leer el horóscopo del domingo. Luisito nos dijo que la revista estaba había quedado adentro, con el diario en el sillón. La casa estaba dividida en dos cuerpos que desembocaban en un gran ambiente y la cocina. No había muchos muebles. Solamente el aparador donde guardaban la vajilla, una mesa para doce personas y el hogar. Cómo me gustaban los hogares. Lástima que no estaba prendido. Sobre una de las paredes colgaba el retrato de un gaucho. Este era mi bisabuelo, me dijo Yanina. Recién ahí recordé que la familia materna era judía. Yo no sabía que había judíos en el campo. Pensé que eran una colectividad que se asentaba en centros urbanos. Yanina me dijo que no dijera barbaridades. Que si nunca había escuchado hablar de los gauchos judíos. No, le dije. Gaucho malo o cantor. Pero Gaucho judío, no. “Mi bisabuelo fue uno. Aunque mi tío siempre cuenta que se había tenido que hacer gaucho a la fuerza. En la mesa le voy a decir a mí tío que te cuente esa historia”. Qué loco venirse desde allá, ¿no?, pensaba. Qué loco un gaucho judío.

Afuera, Carlos y Luisito volvían de andar a caballo. Cuando nos acercamos a la parrilla, a mí me dio un poco de impresión saber que íbamos a comer la pobre vaquita que unos días antes había estado pastando tranquila con las demás. Carlos me dijo que no fuera ridícula. Tenía razón. Esa carne estaba buenísima, bien tiernita y re jugosa.

A la hora del mate y los pastelitos Yanina y yo no podíamos ni movernos. El atardecer rojo se extendía a campo abierto en llanura, y en el rincón de la galería, Luisito tocaba una zamba. Qué bueno vivir acá, decía Carlos. Todo el día andando a caballo y tocando la guitarra. A mí me hubiera gustado quedarme hasta la noche. Hacer un fogón, escuchar más de las historias del tío… Pero era Carlos el que manejaba.


Yanina decía que todos se iban para después volver y contar la aventura con el dramatismo de los exiliados. ¿Y los que nos quedamos qué? Para mí el razonamiento de Carlos era más simple: si la hacemos, la hacemos bien. Y en vez de mudarse al centro, directamente se mudaba a Europa. Además, el hecho de que Carlos se fuera, no sólo significaba que éramos nosotras las que nos quedábamos sino que el que se estaba yendo era nuestro mejor amigo. Para colmo yo me había peleado con Javier, el chico del ciber. No estaba segura de poder soportar otro abandono. Y lo peor era que a Carlos no le podía reprochar nada. Yanina me pedía que no exagerara. Carlos tampoco era un santo. Estaba segura que se refería a la vez que nos dejó plantadas en el bar de M.T. de Alvear. Qué rencorosa. Mil veces le había explicado Carlos que ese día no había trenes y que viajar colgado del bondi no daba. ¿Qué quería, que se tomara un avión?

Miré por la ventana hacia Av.Córdoba. Era domingo. Ni un alma en la calle. A no ser por la cantidad de basura acumulada en la esquina, los domingos en el centro tampoco había nada. Los vidrios espejados de las oficinas de enfrente me devolvían la imagen ensanchada de una planicie enorme, cubierta de cemento, poblada de edificios vacíos, anónimos, inútiles. No era el desierto de Escalada pero...

Yanina me hablaba del pueblo hebreo, de las catacumbas de Villa Torlonia, de la diferencia entre el abandono y la traición. Yo quería hablar de Carlos y de la venta del peugeot 504. De que al final nunca habíamos llegado a probar las famosas medialunas de Atalaya. Carlos decía que el secreto era el agua, y los Saladeros. Lo mismo Yanina seguía en su mundo. Ya no la soportaba. Insistía en referirse a España como “la tierra prometida”. Yo la escuchaba a la vez que me huía en el masquido impaciente de un chicle de menta. Intentaba representarme la distancia futura. Me preguntaba si se parecería a la misma que esa tarde se acentuaba entre ella y yo en el teléfono, entre su postura y la mía, que en definitiva entendía la de Carlos mejor que la suya.